domingo, 22 de mayo de 2011

El péndulo de Foucault, de Umberto Eco


No es que el incrédulo no deba creer en nada. No cree en todo. Cree en una cosa cada vez, y en una segunda cuando deriva de alguna manera de la primera. Avanza como un miope, es metódico, no aventura horizontes. Dos cosas no relacionadas entre sí, creer en las dos, y con la idea de que, en algún lugar, haya una tercera, oculta, que las vincula, esto es la credulidad. La incredulidad, lejos de excluir la curiosidad, la sostiene. 

Obras, por Oliverio Girondo


Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la mañana la disipase. Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese instante en que las cosas cambian de consistencia y de tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad. 

Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.

Todos los hombres son mortales, por Simone de Beauvoir


Atravesó el descanso y bajó la escalera silenciosa donde brillaban palanganas de cobre. Le horrorizaba dormirse; cuando uno dormía, siempre había otras personas despiertas y no se conservaba ningún poder sobre ellas.

Miró las pantallas de pergamino, las máscaras una por una y que le recordaban minutos preciosos; ahora callaban. Los minutos se habían marchitado; éste iba a marchitarse como los otros. La niña ardiente había muerto, la mujer ávida iba a morir, y esa gran actriz que ella deseaba ser tan apasionadamente también iba a morir. Quizá los hombres se acordarían durante un tiempo de su nombre. Pero ese gusto singular de la vida en sus labios, esa pasión que ardía en su corazón, la belleza de las llamas rojas y su magia misteriosa, nadie podría recordarlos.

El americano impasible, de Graham Greene


-¿En cuántos cientos de millones de dioses cree la gente? Vamos, si hasta un católico cree en un dios totalmente distinto cuando está asustado o feliz o tiene hambre.

Estar enamorado es vernos como alguien nos ve, es estar enamorado de la imagen falsa y exaltada que alguien se ha formado de nosotros. En el amor, somos incapaces de honor; el acto de coraje no es más que un papel que representamos ante un auditorio de dos personas. 

Cerré los ojos y traté de imaginarme en otra parte; sentado en uno de esos compartimientos de cuarta clase que había en los ferrocarriles alemanes, antes de la subida al poder de Hitler, en esos días en que uno era joven y podía estar toda la noche sentado en un tren, sin melancolía, cuando los sueños de la vigilia estaban llenos de esperanza y no de temor. 

He llegado a una edad en que el sexo no resulta un problema tan importante como la vejez y la muerte. Me despierto pensando en ellas, y no en un cuerpo de mujer. No quisiera estar solo durante mi última década de vida, nada más. No sabría en qué pensar durante todo el día. Prefiero tener a una mujer en mi cuarto, aun una mujer a quien no amo. 

El tiempo tiene sus venganzas, pero las venganzas tantas veces resultan rancias. ¿No haríamos mucho mejor todos nosotros si no tratáramos de comprender, si aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá jamás a otro, ni una mujer a su marido, ni un amante a su amante, ni un padre a su hijo? Quizá por eso los hombres inventaron a Dios: un ser capaz de comprender. Quizás si quisiera ser comprendido o comprender me atontaría hasta tener una religión; pero soy un reportero, y Dios sólo existe para los que escriben editoriales.

Viaje a Ixtlán, por Carlos Castaneda


En un mundo donde la muerte es el cazador no hay decisiones grandes ni pequeñas. Sólo hay decisiones que hacemos a la vista de nuestra muerte inevitable

La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada importa en realidad más que su toque. Tu muerte te dirá: Todavía no te he tocado.

Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes

En aquellas sobremesas, empleábamos palabras ambiguas, solapadas. Ninguno de los dos éramos sinceros pero lo fingíamos y ambos aceptábamos, de antemano, la simulación. Pero las más de las veces, callábamos. Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad.

Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad.

martes, 3 de mayo de 2011

Me casé con un comunista, por Philip Roth


Durante tanto tiempo es tal el calor, todo en la vida es tan intenso... y entonces, gradualmente, el calor se reduce, llega el enfriamiento y luego las cenizas. El hombre que me enseñó a boxear con un libro ha vuelto para demostrarme cómo puedes boxear con la vejez. Y es ésa una habilidad asombrosa y noble, pues nada te enseña menos sobre la vejez que haber llevado una vida vigorosa.

Desde luego, no debería sorprendernos el descubrimiento de que en nuestra vida ha habido un acontecimiento, algo importante, de lo que no sabíamos nada. Nuestra vida es en sí y por sí misma algo de lo que sabemos muy poco.